domingo, 30 de agosto de 2009

Un Sueño Inolvidable

Estaba apoyado sobre una pared de piedra y lo que me presionaba eran unos grilletes de hierro agarrados a la pared con unas cadenas gruesas y pesadas. No entendía nada, y ese olor me embotaba la mente. Me empezaba a desesperar al no saber donde estaba, que era lo que pasaba.
En ese momento en que estaba a punto de romper en gritos y alaridos, un hombre corpulento, encapuchado con una mascara negra y larga que llegaba a taparle el pecho, se apareció frente a mí con un hacha inmensa en una mano y un manojo de llaves grandes en la otra. Mi cara expresaba un terror indescriptible.
El hombre me tomo por el hombro y liberó mis muñecas de los fríos grilletes. Me desplome en el suelo pétreo, mojándolo con unas leves lágrimas que se escurrían de mi rostro. Ese siniestro personaje me levantó de un movimiento y me fue guiando a través de un corredor oscuro a los empujones, tropezando con las piedras salidas del piso y cayendo de cara a éste. Una tenue luz que se distinguía a lo lejos era todo lo que me orientaba en tan negro pasaje.
Al alcanzar el fin del recorrido, desembocamos en una habitación pequeña en comparación a la que me encontraba minutos antes. Estaba iluminada por una serie de antorchas que se sostenían de unos goznes de hierro empotrados en la pared., pero solo alcanzaban a penetrar unos escasos centímetros alrededor de ellas mismas, dejando la mayoría de la superficie de las paredes y los rincones en completa noche. Solo podía percibir una mesa en el centro del cuarto.
Mi compañero apoyó su hacha en la pared y, tomándome fuertemente del brazo, me tumbó bocabajo sobre la mesa. Me sujetó los pies a unos grilletes y lo mismo hizo con mis brazos. No podía ver nada más allá de lo que se encontraba frente a mí.
En eso escucho una risa macabra que me helo la sangre. Me paralicé totalmente.
De pronto, mi singular celador apareció delante de mí sosteniendo un enorme martillo y después lo volví a perder de vista. Sin previo aviso, el pesado mazo se descargó en mi rodilla izquierda. Mi alarido fue atroz y se hizo sentir en todo aquel lugar, retumbando en la pequeña sala y a través del estrecho pasillo anterior. Era un dolor indescriptible que no se aguantaba. Creía que había muerto hasta que repitió lo mismo con mi rodilla derecha.
Después de un rato en los que me deshice en lágrimas y lamentos luego de esos fieros embates con el marrillo, el hombre volvió a aparecer frente a mí. Tomando mi mano izquierda, con una tenaza empezó a cortarme uno a uno mis dedos, dejando mi mano como un muñón deforme. Con cada corte sentía que me desvanecía. A esas alturas, empezaba a desear la suave caricia de la muerte. Lo mismo hizo con mi mano derecha.Ya mis gritos se oían sordos. No me quedaba más garganta para aullar

martes, 25 de agosto de 2009

Un Sueño Inolvidable

…Había comido como nunca. De las sobras del mediodía, que de por si eran bastantes, me separe una buena parte para cenar. Una pechuguita de pollo y un chorizo para comerlo con pan. Bien típico del domingo. Lo único que me molestaba era que había tenido que cenar solo en la mesada, gracias a que la mayoría de mi familia había quedado satisfecha con la glotonería del almuerzo, rematada por la fondeu de chocolate. Toda una barbaridad.
Después de eso, me senté tranquilo y satisfecho frente a la computadora para entretenerme navegando por Internet. Entrar al MSN para charlar con alguno que ande dando vueltas por ahí, tan aburrido como yo. Y es que abriendo mi MSN me saltó el histriónico cartelito informándome que tenía un mail sin abrir. Tenía la esperanza de que fuera la respuesta que había estado esperando desde hace una semana. La contestación a todos mis ruegos.
Abrí la página de Hotmail y me fije que era lo nuevo que me había llegado. Mi emoción fue soberana al confirmar lo que venía creyendo ingenuamente. Era la respuesta de esa personita que tanta falta me venía haciendo. No aguantaba más; quería leerla ya.
Mi rostro se transformó mediante agónicas convulsiones en una mascara demacrada por la desgracia. Era un “no” rotundo. Un “olvídate de mi que no puedo corresponderte”.
La tristeza tomó posesión de mí con una velocidad asorante. Pero por más pena que me dominara, ésta era incapaz de cambiar mi hipócrita exterior. Me moría por dentro, pero por fuera estaba igual que siempre. Un mero cascaron vacío. Dos mundos opuestos: uno que era solo para mí; otro que era para los demás.
Ya no me quedaban ganas de hacer nada. Apague la computadora y me fui a mi cuarto a ver un poco de televisión para mitigar mi pena. Salude a todos con el ordinario “buenas noches”, y cerré la puerta de mi habitación.
Me senté en el borde de la cama y prendí mi televisor. Como de costumbre, después de hacer media hora de zapping, no había nada para ver. Apague la tele y me acosté. Era el final perfecto para ese día.
Luego de una hora de estar vuelta y vuelta en la cama tratando de dormirme, logre caer en un sueño intranquilo. Un malestar general me circundaba la cabeza.
“Me sentía raro. Un olor desagradable poblaba el aire. Al abrir los ojos no llegaba a distinguir nada. Una luz mortecina que nacía de una antorcha era todo lo que iluminaba la habitación. Sentía una presión en mis muñecas, pero no alcanzaba a distinguir nada ya que todavía mis ojos no se acostumbraban a la penumbra. Después de un rato, media hora más o menos, las formas se empezaban a ver más nítidas.


Continuara

miércoles, 12 de agosto de 2009

miércoles, 5 de agosto de 2009

El Camino de la Vida

Una mañana gris, tapada por las nubes de una tormenta viajera, un hombre robusto, con el rostro marcado por los años y la vida rural, Salió de su humilde casa. Contemplando el cielo triste por unos instantes, se subió a su camioneta ya un tanto maltrecha y oxidada, y fue cruzando el camino agreste mientras levantaba una polvareda hasta perderse en el difuso horizonte. Mientras iba recorriendo el camino, rodeado de tranqueras y alambradas, un pensamiento lo mantenía inquieto. Se sentía vacío, como si algo importante le faltara. La incertidumbre de desconocer que era lo que le quitaba el sueño por las noches, la falta de una parte de sí, lo consumía. Era algo que el recio campechano no podía entender. Miraba por la ventanilla sucia hacia los campos que se extendían a sus lados infinitos cual mar, como si allí hallara su respuesta. Palmo a palmo, los campos y cultivos pasaban junto a él como si lo saludaran agitando sus hierbas al compás de los susurros de las ramas de los viejos árboles entre tierra y tierra. De pronto, un zorro colorado cruzó fugaz el camino cual cometa carmesí. Al verlo, el paisano se quedo dubitativo, como si en los ojos del pequeño animal viera parte de si mismo. Esos ojos color café, pequeños y vidriosos, que lo miraban con inocencia. Al recobrar los sentidos y ver que la esquiva criatura había desaparecido entre los yuyos de la banquina, emprendió otra vez su marcha. Luego de un buen trecho de viaje, una visión lo arrebató de la vista de la ruta. A la izquierda del sendero, como dos manos que trataban de abrazar el sol moribundo de la tarde, unos árboles deshojados se mecían acariciados por el viento. Una imagen cruzó su pensamiento, pero no podía saber porque esos dos árboles le llamaban tanto la atención. Recobró el sentido después de tanta obnubilación y puso en marcha el desvencijado furgón. Ya las sombras se hacia largas y el hombre seguía su rumbo, con los ojos fijos en la ruta. Un sonido suave y familiar saltó entre los campos y, como si fuese un acto reflejo, el hombre giró su cabeza buscando su origen, haciendo sombra con sus manos curtidas tratando de apartar los últimos rayos del día que se fortalecían rasgando en jirones las delicadas nubes que poblaban el cielo, mientras el sol menguaba en el horizonte. Y allí, sobre un viejo y mellado poste de madera, un pájaro hacía sonar su canto por sobre los pastos como si fuese una risa joven. La noche ya había caído mientras él escuchaba tan pasible canturreo. Una brisa fría le recorrió el cuerpo como un escalofrío y se subió nuevamente a la camioneta. Luego de varias horas de viaje sobre una noche cerrada, un punteo de luces aparecía en la lejanía. Un pueblo pequeño iba brotando en el horizonte como engendrado por la misma tierra. Pasando por un vetusto arco de madera, el campechano entró al pueblo. Recorriendo el lugar, paró frente a una vieja casita de dos plantas, un tanto despintada por el tiempo. Su cara pareció iluminarse cuando, sentado frente a la puerta, un chico lo veía con una sonrisa que ocupaba toda su carita. Entonces se dio cuenta. Encontró la respuesta a esa pregunta que carcomía su alma; descubrió que era lo que le faltaba, aquello que lo hacia sentir incompleto. Aquel ser, con sus vidriosos ojitos marrones mirándolo. Con sus pequeñas manitos estiradas como si tratara de alcanzar el sol, esperando un abrazo. Con su risita como la de un ave cantora. Era su hijo