viernes, 25 de junio de 2010

Yendo al Cielo

Triste poniente que se esconde al costado de arboles rudos, negros y asperos. Es lo que veo, por sobre la ventanilla del auto cacharro de mi pobre tia.
Vamos viajando por la ruta 25, sin ver mas que campo y marchitos. No entiendo nada, como es que lo hacen... esas grandes fauces, con dientes voraces. Muerden y muerden, chocan y chocan, los hielos curvados sobre el agua rota. Y las gentes miran por sobre el tejado de la casa blanca con rejas negras, puertas verdes y flores frescas. Miran hacia el este, miran hacia arriba, esperando que caigan las bellas golondrinas.
Vatiendo sus alas el auto continua sobre el sinuoso camino que se llama ruta. Las luces se encienden y el techo se ensucia de pintitas blancas en su azul bruma. Limpiarlo es inutil ya que estan lejos, pero las miro con odio por manchar el reflejo... echaron a las nubes, mis mascotas del cielo, y me dejaron solo ahi en el asiento trasero.
No llegamos mas al final del camino, y la tia no me dice cual es el destino del viaje tan largo que llevamos castigo.
Pulgas que saltan todo el tiempo sobre el asiento y en el estrecho que hay entre nosotros y la banquina derecha, sobre los pastos, adelante de todo, tranqueras, alambres, bosques y trechos.

Y ya llegamos... al fin lo hicimos. Una piedra grande hay al costado del camino. Tiene un gancho incrustado en su costado, con dos llaves que cuelgan de él, cual muertos en la plaza, ahorcados y dejados.
Una puerta grande, sin materia ni forma... solo la palabra "puerta" es lo que hay. Y a travez de ella vamos, queremos cruzar.
Al fin llegamos, ya queria descansar.

lunes, 14 de junio de 2010

Matrimonio entre el Cielo y el Infierno

De negras andarinas se tinió la tierra que pisaste, mientras yo contemplaba el amanecer de un negro violentino. Las aves cantaron en un coro nupcial, mientras las plantas marchitas se agasapaban sobre nuestros pies.
En un abrir y cerrar de ojos, las nubes blancas poblaron el cielo y la tierra se iluminó. Más las aves negras se posaron invisibles sobre las copas de los arboles, impacientes por comenzar a deglutir.
Triste era el semblante de los presentes que a ambos lados se agasapaban espectantes. Blancos eran los liensos que alli se veían, de pureza inmaculada. Sin ojos nos miraban, sin boca nos susurraban, sin oidos nos escuchaban.
Sus pies, mugrientos de un alquitran tan negro como la boveda que selevantaba sobre nosotros, caminaban sobre la losa. Los míos, blancos, pesaban como la culpa de un engaño.
Negro el cielo sobre nosotros, blanca la tierra debajo nuestro, indemnes los espectadores, y fuego por doquier. Llamas cristalinas de purpureas serpentinas, con humos densos y peregrinos.
El aire pesaba y nuestros rostros se ensombrecían a medida que cada nuevo paso se sentía: Dolor y angustia, pesar y delirio, agonia y placer, jubilo y suplicio. Así de cargado el aire estaba, pero sin notarlo, yo respiraba.
Una voz muerta se alzó sobre el recinto. Los arboles crujieron de puro dolor y las alegrinas volaban por el firmamento. Extraños sentimientos.
De abito blanco y prominente superficie, un monje nos llamó. Ojos vacios y oscuros como el abismo miraban hacia el frente mientras su piel mortesina se elevaba dividiendose en finas serpientes jorobadas.
Detras de todo aquello, una capa negra con manos de arena y ojos de cristal precidían la ceremonia. Cardenas robustas de rojo carmesí brotaron por la seda de palida soltura.
Manos y cabeza ardieron sin miramiento ante los ojos ciegos de los presentes. Su lumbre nos cegó, pero de un tono vivido y feliz.
Y así fue... el tiempo inmortal, el negro despertar, el santo grial.